Dear Comrades takes place in the 1960s, but it looks and feels older still. Shot in stark black and white, constrained to a 4:3 aspect ratio, the visuals are the first sign that life under the Soviet Union was not the same as in the Western world, that it was stuck in the post-war depression while other countries were heading into years of economic prosperity and social upheaval.
The backdrop is strictly historic: I learned that in the town of Novocherkassk, in the southwestern edge of modern Russia, in 1962, factory workers started a strike to protest the Soviet government’s simultaneous increase of production quotas and food prices. Perhaps ironically, in a communist, soviet nation the very idea of a workers’ strike is abhorrent: one of the cornerstones of any labor movement, it is the recourse of unhappy workers, and Khrushchev’s communist authoritarian government could not tolerate giving the image that it made workers unhappy. As soon as the strike is announced, then, state troops descend upon the town, setting the stage for a bloody crackdown.
Against this backdrop, writers Elena Kiseleva and Andrey Konchalovskiy (the latter of whom also directs) created the character of Lyuda (Yuliya Vysotskaya), a communist party official in Novocherkassk who is called upon to help quell the protests. Her loyalty to the party and her patriotism seem boundless, often setting her at odds with her father (who is old enough to remember life before the war) and her teenaged daughter, Svetka (who is young enough to believe a different life is possible). When Svetka goes missing in the military crackdown, however, Lyuda realizes that the system she works for will brand her an enemy of the state and her patriotism begins to crack.
Dear Comrades is somewhat dry in form, extremely naturalistic in its approach, spending no effort in building preemptive sympathy for its dogmatic protagonist. In fact, the early scenes barely have a protagonist in the way Western movies have accustomed us to, feeling more slice of life than anything else, more concerned with laying the groundwork for the social and political context, documenting in exhausting detail the many layers of bureaucracy that make a dictatorship function.
That is not to say that it is a film without sentiment, because little by little the character of Lyuda becomes a person, instead of a strict party militant, not through big dramatic gestures but through the natural discourse of the story. Konchalovskiy lets the facts speak for themselves, and those facts are damning enough.
(For another black and white trip to a different decade of Russian history, check out Leto)
Queridos camaradas (2021)
Queridos camaradas tiene lugar en los años sesenta, pero parece más antigua. Rodada en un finísimo blanco y negro, restringida a 4:3, su aspecto es la primera señal de que la vida en la Unión Soviética no era igual que en el mundo occidental, sino que seguía atascada en la depresión de la posguerra mientras otros países experimentaban prosperidad económica y revoluciones sociales.
El trasfondo es estrictamente histórico: con esta película aprendí que en el año 1962, en la ciudad de Novocherkassk, al suroeste de la Rusia actual, los empleados de la fábrica local se declararon en huelga en protesta por el aumento simultáneo de las cuotas de producción y del precio de la comida decretado por el gobierno soviético. Quizás irónicamente, en una nación soviética y comunista la idea misma de una huelga es anatema: aunque sea una herramienta clave de los derechos laborales, es el recurso de trabajadores descontentos, y el gobierno autoritario comunista de Khrushchev no podía tolerar la imagen de que su proletariado fuera infeliz. En cuanto se declara la huelga, por tanto, las tropas estatales rodean la ciudad y se preparan para una sangrienta represión.
En esta situación, los guionistas Elena Kiseleva y Andrey Konchalovskiy (este último también dirige) han creado al personaje de Lyuda (Yuliya Vysotskaya), una concejala del partido comunista en Novocherkassk que debe participar en la disolución de las protestas. Su patriotismo y su lealtad hacia el partido parecen inquebrantables, aunque a menudo le cuesten conflictos con su padre (que es lo bastante mayor como para recordar la vida antes de la guerra) y su hija adolescente, Svetka (que es lo bastante joven como para creer que una vida distinta es posible). Cuando Svetka desaparece tras el ataque militar, sin embargo, Lyuda se da cuenta de que el sistema para el que trabaja la designará como enemiga pública y su devoción se empieza a resquebrajar.
Queridos camaradas es algo árida en la forma, por su enfoque extremadamente naturalista que no hace ni el más mínimo esfuerzo por engendrar simpatía por su dogmática protagonista. Es más, las primeras escenas apenas parecen tener protagonista en el sentido occidental al que estamos acostumbrados, más interesadas en explicar el contexto político y social que otra cosa, documentando minuciosamente todas las capas de burocracia necesarias para el funcionamiento de una dictadura.
Con eso no quiero decir que la película carezca de sentimientos, porque poco a poco el personaje de Lyuda se va humanizando no con grandes aspavientos dramáticos sino gracias al discurrir natural de la historia. Konchalovskiy deja que los hechos hablen por sí mismos, y son más que suficientes.
(Si quieres visitar otra época distinta de la historia rusa en blanco y negro, prueba Leto)