How can an ode to normalcy become extraordinary? It’s not an easy needle to thread: if I hear, in a vacuum, that a movie celebrates a normal person’s routine, revels in the mundane, and finds happiness in a humble lifestyle, my first expectation is that it’s going to be treacly or maudlin.
Instead, Wim Wenders made Perfect Days, about Hirayama (Koji Yakusho), a man in his sixties who works cleaning public toilets in Tokyo. Through a long, unhurried series of subtly varying sequences, we become attuned to his routine: he cares for his maple seedlings in his tiny, barebones apartment, he cleans every toilet in his route with the zeal of someone who’s on his first day on the job, he has dinner at a rundown subway station restaurant, and then he reads second-hand books until he falls asleep and starts all over again the next day.
Through Wenders’ writing and Yakusho’s performance, Hirayama’s seeming contentment with his life does not mean it’s an easy one; in fact, some scenes are heartbreaking. The squalor of his lodging or the difficulties of his job stand in direct contrast with his optimistic countenance; the public toilets he so painstakingly cleans are so bleeding edge and designery that they stand in for a modern society’s aloof disregard for the working people charged with its upkeep.
Although Hirayama barely utters a word in his own movie, his life is cracked open for us. Koji Yakusho delivers a miraculous performance through his nuanced expressions: every time he steps outside and looks up at the sky, the twinkle in his eyes tells a whole story, never quite the same one. Clocking in at two hours, the succession of similar days and the scarcity of dialogue sometimes comes close to becoming repetitive, but Yakusho’s evolving demeanor always adds a new dimension to every scene or something new to think about.
Perfect Days (2023)
¿Cómo se convierte una oda a la normalidad en algo extraordinario? Tiene su mérito: si oyera, sin contexto, que una peli celebra la rutina de la gente normal, registra los detalles más mundanos de nuestro día a día y exalta la felicidad de una vida humilde, me esperaría algo sensiblero o reaccionario.
En lugar de eso, Wim Wenders ha creado Perfect Days, el retrato de Hirayama (Koji Yakusho), un limpiador de baños públicos sexagenario. Mediante una larga y sosegada serie de secuencias similares aunque sutilmente distintas, su rutina se vuelve nuestra: cuida los esquejes de arce que cultiva en su minúsculo y destartalado apartamento, limpia todos los retretes de su ruta con el empeño de alguien que quiere quedar bien en su primer día de trabajo, cena un restaurante de mala muerte dentro de una estación de metro, y luego lee un libro de segunda mano hasta quedarse dormido y empezar todo de nuevo al día siguiente.
A través de la historia de Wenders y la interpretación de Yakusho, se ve que la aparente satisfacción de Hirayama no significa que la suya sea una vida fácil; es más, hay algunos momentos desgarradores. La pobreza de su casa o las penurias de su trabajo llaman la atención por el contraste con su optimismo casi inagotable; los baños que limpia con tanto esmero son tan modernos y de diseño que acaban representando la indiferencia de una sociedad moderna hacia los trabajadores que se encargan por mantenerla.
Aunque Hirayama apenas dice palabra en su propia película, su vida es un libro abierto para nosotros. Koji Yakusho regala una interpretación milagrosa solo con expresiones sutiles. Cada vez que sale a la calle y alza la mirada, el reflejo del cielo en sus ojos cuenta toda una historia, aunque nunca exactamente la misma.
Con dos horas de duración, a veces la sucesión de días parecidos y la falta de diálogos corren peligro de volverse repetitivas, pero al final Yakusho siempre acaba aportando una dimensión nueva a cada escena o algo distinto en lo que pensar.