All first impressions for Paul Schrader’s latest, from the title to the poster to the stills, will make you think this is a typical gambling movie with all its trappings. Indeed, the protagonist is Bill, short for William Tell (Oscar Isaac), an ex-con who has learned to count cards in blackjack and now wanders like a lost soul from casino to casino, always winning just enough to make a comfortable living while staying under the radar of the establishment’s management and security. This changes when he meets Cirk (Tye Sheridan, in a role that seemed written for Barry Keoghan), whom he refers to as “the kid”, a troubled young man that Bill perhaps sees as a reflection of himself. In the hopes of helping the kid, Bill associates himself with La Linda (Tiffany Haddish), a gambling talent broker who will bankroll him in a large poker tournament.
And yet, although this sounds like any number of poker heist movies, the card game is secondary to the plot, if that. Schrader (who writes and directs) deliberately drains every card game of any urgency by stating that Bill will make his money depending on his ranking in the tournament, meaning he does not need to win or even place all that high to reach his goal of giving the kid money. There’s no threat of a casino enforcer beating anybody up, or police getting wind of any illegal dealings. The narrative is fully centered on Bill’s experience, because, as we slowly learn, the reason he was imprisoned is because he was one of the US army’s torturers in Iraq. He was sentenced because he appeared in the infamous pictures of Abu Ghraib, while all the higher-ups who gave the orders got away, in more ways than one, with murder. Bill served with the kid’s dad, who later died by suicide, and the trauma of participating in torture weighs heavier on his soul than his time in prison.
There is plenty of harrowing emotion flowing mostly under the surface of what is ultimately a treatise on guilt and begrudging, but even more than that I was fascinated by The Card Counter’s every formal element. Like with First Reformed, I am drawn to Schrader’s aesthetic austerity. This film exists in a cold, dull world of dimly lit, beige-paneled rooms with outdated decorations if any, small city casinos that for sure smell of stale smoke and cheap motel rooms, very far removed from the shiny Vegas lights of Ocean’s Eleven et al. There’s barely any music in the soundtrack, scenes start early and end late, and the editing deemphasizes drama, opting instead for a sensation of normalcy directly at odds with Bill’s increasingly recurring nightmares of his past in Iraqi prisons.
Oscar Isaac, finally, is transcendent in this role with a performance so restrained so as to look effortless. Following Schrader’s vision, he forgoes theatrics in favor of implications. Bill’s emotions roil just below the surface, and Isaac knows how to show them in the glimmer of his eyes.
You might be bored and resent me this recommendation; I know that I was riveted by every scene, even the quiet ones made interesting by expert craft.
El contador de cartas (2021)
Todas las primeras impresiones que da lo último de Paul Schrader, desde el título hasta el póster, hacen pensar que se trata de una típica película de apuestas. En efecto, el protagonista es Bill, alias William Tell (Oscar Isaac), un expresidiario que ha aprendido a contar cartas en el blackjack y ahora vaga de un casino a otro cual nómada, ganando siempre lo justo para vivir cómodamente sin llamar la atención de la seguridad de los establecimientos. Todo cambia cuando conoce a Cirk (Tye Sheridan), a quien se refiere siempre como “el chaval”, un joven problemático en quien Bill se ve quizás reflejado. Con la esperanza de ayudar al chaval, Bill se asocia con La Linda (Tiffany Haddish), una representante de talentos que le aportará financiación para participar en un importante torneo de póquer.
Hasta aquí todo suena como cualquier otra película de póquer, pero en realidad para la historia el torneo es secundario, como mucho. Schrader (director y guionista) elimina deliberadamente toda sensación de urgencia que pudieran tener las partidas de cartas al explicar que Bill gana dinero según su clasificación en el torneo, es decir, que no le hace falta ganar ni llegar al podio para conseguir su objetivo de darle una buena suma de dinero al chaval. No existe la amenaza de algún matón del casino que vaya a darles una paliza, ni de ningún agente de policía que vaya a descubrir un plan ilegal. La narrativa se centra enteramente en la experiencia de Bill; como iremos descubriendo, el motivo por el cual fue condenado es que fue uno de los torturadores del ejército estadounidense en Irak. Fue a la cárcel porque salió en las famosas fotos de Abu Ghraib, mientras que todos los dirigentes que ordenaron la tortura se fueron de rositas. Bill trabajó con el padre del chaval, que acabó quitándose la vida, y el trauma de haber participado en aquellos crímenes lo ha marcado más que la condena en sí.
Hay emociones muy duras que fluyen bajo la superficie de lo que viene a ser un estudio de la culpa y el rencor, pero si algo me fascinó más con El contador de cartas es su apartado formal. Igual que con El reverendo, me llama la atención la austeridad estética de Paul Schrader. La película explora un mundo frío de luces tenues, salas de tapizado beis, decoración pasada de moda y moteles baratos que sin duda huelen a humo rancio, nada que ver con la luminosa Las Vegas de Ocean’s Eleven y compañía. La banda sonora prácticamente carece de música, las escenas empiezan pronto y terminan tarde, y el montaje quita énfasis al drama, prefiriendo dar una sensación de normalidad que choca con el horror de las pesadillas recurrentes de Bill en las que revive su pasado en prisiones iraquíes.
Oscar Isaac, por último, da un recital de actuación en un papel tan contenido que hace que parezca fácil. Siguiendo la visión de Schrader, rechaza grandes gestos en favor de guiños y sugerencias. La emoción va por dentro y se ve en el brillo de sus ojos.
A lo mejor te aburres y me reprochas esta recomendación; a mí me tuvo absorto cada escena, porque hasta los momentos más anodinos se vuelven fascinantes con semejante talento.