The Tale of Princess Kaguya, like the Japanese myth it is based on, is lyrical, ethereal, and full of an unreachable beauty that lingers only in memory. It takes us back to the fascinating Heian era in Japan (around the 10th and 11th centuries CE), a time of hyper-refined court protocols and artistic sensibilities, and tells the tale of a wood-cutter in a village who one day finds a tiny, fully formed princess inside a bamboo stalk. Before his eyes, she then transforms into a life-sized baby, whom he decides to adopt as his own daughter.
The child grows into a beautiful young woman at supernatural speed, and although she’s happy and cheerful living in the country, she also has a divine quality to her that is evident to everyone who meets her. Her parents eventually decide that she is too precious to keep in the forest and they take her to the capital, to be educated as a lady in high society.
To see even the shortest scene in The Tale of Princess Kaguya is to be entranced by it. It is drawn in pencil, painted in the style of watercolors on paper, its subdued colors a far cry from the sleek and saturated look of most of the animation we are used to. This style makes no effort to overwhelm the senses: often the image is not painted all the way to the edges, as in a sketch, a feeling reinforced by a lower framerate.
It takes getting used to, but the style contributes to the superb atmosphere of ephemeral beauty and innocence of the story. When I looked for a still from the movie that was beautiful and evocative to use as a header, all of them were. It is rare to find such sheer beauty in a film, no pretense of realism sought, every shot conceived as a painting that alone could tell a story.
The tale, true to its mythical roots, meanders and takes us places we wouldn’t expect; when we think we have arrived at the set piece or the conflict that will drive us to the end, the plot will take a turn and introduce a new one. Clocking in at just south of two hours and a half, it is a long film, but I couldn’t tell you what to cut from it. It builds Kaguya and her parents into such endearing people, fills them with such pure emotions, that I was just happy to spend time with them.
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El cuento de la princesa Kaguya (2013)
El cuento de la princesa Kaguya, al igual que el mito japonés en el que está basada, es lírica, etérea, y rebosa una belleza inalcanzable que solo persiste en la memoria. Nos transporta a la fascinante era Heian de Japón (alrededor de los siglos X y XI), una época de protocolos sociales y sensibilidades artísticas hiper-refinados. Cuenta la historia de un leñador en una aldea que un día se encuentra una princesa diminuta y totalmente formada dentro de un tronco de bambú. Ante sus ojos, la princesa se transforma en un bebé de tamaño normal, que él decide adoptar como hija.
La niña se convierte en una hermosa joven a una velocidad sobrenatural, y aunque es feliz y alegre en el campo, también posee una cualidad divina que es aparente para todo aquel que la conoce. Sus padres acaban por decidir que es demasiado valiosa para tenerla en el campo y se la llevan a la capital, para ser educada como una verdadera dama de alta sociedad.
Ver la más breve escena de El cuento de la princesa Kaguya es sumergirse en ella. Está dibujada a lápiz, pintada al estilo de acuarela sobre papel, sus tenues colores muy alejados del aspecto moderno y saturado de la mayoría de la animación a la que estamos acostumbrados. Este estilo no tiene ninguna intención de abrumar los sentidos: a menudo la imagen ni siquiera está coloreada hasta los bordes, como en un esbozo, una sensación que refuerza la baja tasa de fotogramas por segundo.
Hay que acostumbrarse, pero el estilo contribuye al magnífico ambiente de belleza e inocencia efímeras de la historia. Cuando he buscado una imagen de la película que fuera bella y evocadora para utilizar en esta entrada, todas lo eran. Es raro encontrar semejante belleza, pura y dura, en una película; sin ninguna pretensión de realismo, cada plano concebido como un cuadro que por sí solo ya podría contar una historia.
El argumento, fiel a sus raíces míticas, serpentea y nos lleva a lugares inesperados; cuando pensamos que ya hemos llegado al escenario o al conflicto que nos conducirá hasta el final, la historia da un giro e introduce uno nuevo. Con casi dos horas y media de metraje, la película es larga, pero no sabría decirte dónde cortar. Dibuja a Kaguya y a sus padres en unas personas tan entrañables, las llena con emociones tan puras, que me alegré de pasar más tiempo con ellos.
The Film Tower 