We have seen so many teenager movies -so many coming-of-age movies, with adult actors playing precocious teens who stumble their way towards adulthood. They run the entire gamut of quality, from the appalling (no need to point them out) to the sublime (such as last year’s Lady Bird).
How rare, on the other hand, to find a movie entirely about the beginning of the teenage years, our most awkward and confused time. Eighth Grade introduces us to Kayla (Elsie Fisher, a true discovery), a girl who’s just starting said year at her middle school (for my fellow non-Americans, eighth grade means Kayla is 13 or 14). She makes YouTube videos in which she gives advice on how to overcome your insecurities, but in the real world she’s painfully shy. For Kayla, as for so many kids, school is a daily gauntlet of social anxiety: no one talks to her, the boy she likes won’t give her the time of day, and the popular girls treat her with total indifference if not with barely concealed derision. Because she has no friends, this is the only input she receives about herself, each disdainful comment chipping away at her self-esteem.
Kayla lives with her dad (Josh Hamilton), who does his best to boost her confidence but who is more or less as clueless around her as she is around him. He can see Kayla’s struggling, but of course it’s not his approval that she wants.
It’s truly harrowing to watch Kayla’s interactions with other kids, to the point where I found myself shifting in my seat out of pure, vicarious discomfort. This is not a criticism: Bo Burnham, the film’s director and writer, has managed to distill the essence of what it’s like to be a teenager in the age of social media, where everyone is Very Online™ and Facebook is seen as a fossil destined only for your parents. Kayla’s awkwardness, her mortifying embarrasments, are so real and so effective because they strike directly at our own teenage memories and bring back all those times we were in the same position.
It’s hard to understate how completely Burnham succeeds in grounding the drama in a recognizable reality. There is one scene in particular -the less you know, the better- that could be taught at film school as a master lesson in building suspense. Watching it I began sweating from the tension, a reaction many thrillers can only hope to elicit.
Fisher’s performance throughout this is mesmerizing, creating an experience so vivid that the film feels at times like a documentary. She does not need dialogue to convey moments of crushing sadness, but on command she can also shine the spark of the happy, good-natured girl we know she can become. Seeing her slowly make her way there is so gratifying.
This is one of those films that are only released in some countries, with little fanfare, but which hold more truth and tenderness than any blockbuster. Seek it out, give yourself to it, and suffer with Kayla, so you can grow with her too.
Eighth Grade (2018)
Hemos visto tantas películas de adolescentes con actores adultos que interpretan a chicos precoces que se abren paso hacia la edad adulta… Las hay de todo tipo, desde las pésimas (no hace falta señalarlas) hasta las sublimes (como Lady Bird, del año pasado).
Qué inusual, sin embargo, ver una película dedicada enteramente al comienzo de la adolescencia, nuestros años más desgarbados y confusos. Eighth Grade nos presenta a Kayla (Elsie Fisher, un auténtico descubrimiento), una chica que acaba de comenzar su octavo curso en la escuela (para los que no somos americanos, eso quiere decir que tiene trece o catorce años). Hace vídeos de YouTube en los que da consejos sobre cómo superar tus inseguridades, pero en la vida real es dolorosamente tímida. Para Kayla, como para tantos niños, la escuela es una carrera de obstáculos diaria para su ansiedad social: nadie le habla, el chico que le gusta no sabe que existe, y las chicas populares la tratan con total indiferencia cuando no con desdén apenas velado. Como no tiene amigos, esta es la única respuesta que recibe sobre su persona, y cada comentario de desprecio erosiona su autoestima.
Kayla vive con su padre (Josh Hamilton), quien intenta reforzar su confianza aunque en líneas generales tiene tan poca idea de lo que hace como su hija. Ve que Kayla sufre, pero naturalmente no es su aprobación la que necesita.
Es verdaderamente desgarrador presenciar las interacciones de Kayla con sus compañeros de clase, hasta tal punto que me descubrí retorciéndome en mi asiento de pura incomodidad proyectada. Esto no es una crítica: Bo Burnham, el director y guionista, ha conseguido destilar la esencia de lo que significa ser una chica adolescente en la edad de las redes sociales, donde todo el mundo está Muy Online™ y Facebook se considera un fósil destinado solamente a tus padres. Las meteduras de pata de Kayla, sus momentos de vergüenza, son tan reales y efectivos porque despiertan nuestros propios recuerdos de adolescencia y recrean todas esas veces en las que estuvimos en su misma situación.
No es posible exagerar el éxito de Burnham a la hora de anclar su drama en una realidad reconocible. Hay una escena en particular -cuanto menos sepas, mejor- que se podría enseñar en clase como un ejemplo maestro del suspense. Viéndola, empecé a sudar de pura tensión, una reacción que muchos thrillers solo sueñan con provocar.
La actuación de Fisher con todo esto es fascinante; crea una experiencia tan vívida que a veces parece que estemos viendo un documental. No necesita diálogo para transmitir una tristeza aplastante, pero con la misma facilidad puede prender la chispa de la chica alegre y bondadosa que sabemos que hay en su interior. Verla salir a la superficie es de lo más gratificante.
Esta es una de esas películas que solo se estrena en ciertos países, con poco bombo, pero que alberga más verdad y ternura que ninguna superproducción. Búscala, entrégate a ella, y sufre con Kayla, para que puedas también crecer con ella.